A menudo, para concretar el engaño es preciso combinar el ocultamiento  con el falseamiento, pero a veces el mentiroso se las arregla con el  ocultamiento simplemente.
No todo el mundo considera que un ocultamiento es una mentira; hay  quienes reservan este nombre sólo para el acto más notorio del  falseamiento. Si un médico no le dice a su paciente que la enfermedad  que padece es terminal, si el marido no le cuenta a la esposa que la  hora del almuerzo la pasó en un motel con la amiga más íntima de ella,  si el detective no le confiesa al sospechoso que un micrófono oculto  está registrando la conversación que éste mantiene con su abogado, en  todos estos casos no se transmite información falsa, pese a lo cual cada  uno de estos ejemplos se ajusta a mi definición de mentira. Los  destinatarios no han pedido ser engañados y los ocultadores han obrado  de forma deliberada, sin dar ninguna notificación previa de su intento  de engañar. Han retenido la información a sabiendas e intencionadamente,  no por casualidad. Hay excepciones: casos en que el ocultamiento no es  mentira, porque hubo una notificación previa o se logró el  consentimiento del destinatario para que lo engañasen. Si marido y mujer  concuerdan en practicar un “matrimonio abierto” en que cada uno le  ocultará sus amorfos al otro a menos que sea interrogado directamente,  no sería una mentira que el primero callase su encuentro con la amiga de  su esposa en el motel. Si el paciente le pide al médico que no le diga  nada en caso de que las noticias sean malas, no será una mentira del  médico que se guarde esa información. Distinto es el caso de la  conversación entre un abogado y su cliente, ya que la ley dispone que,  por sospechoso que éste sea para la justicia, tiene derecho a esa  conversación privada; por lo tanto, ocultar la trasgresión de ese  derecho siempre será mentir.
Cuando un mentiroso está en condiciones de escoger el modo de mentir,  por lo general preferirá ocultar y no falsear. Esto tiene muchas  ventajas. En primer lugar, suele ser más fácil: no hay nada que fraguar  ni posibilidades de ser atrapado antes de haber terminado con el asunto.  Se dice que Abraham Lincoln declaró en una oportunidad que no tenía  suficiente memoria como para ser mentiroso. Si un médico le da a su una  explicación falsa sobre la enfermedad que padece para ocultarle que lo  llevará a la tumba, tendrá que acordarse de esa explicación para no ser  incongruente cuando se le vuelva a preguntar algo, unos días después.
También es posible que se prefiera el ocultamiento al falseamiento  porque parece menos censurable. Es pasivo, no activo. Los mentirosos  suelen sentirse menos culpables cuando ocultan que cuando falsean,  aunque en ambos casos sus víctimas resulten igualmente perjudicadas. El  mentiroso puede tranquilizarse a sí mismo con la idea de que la víctima  conoce la verdad, pero no quiere afrontarla. Una mentirosa podría  decirse: “Mi esposo debe estar enterado de que yo ando con alguien,  porque nunca me pregunta dónde he pasado la tarde. Mi discreción es un  rasgo de bondad hacia él; por cierto que no le estoy mintiendo sobre lo  que hago, sólo he preferido no humillarlo, no obligarlo a reconocer mis  amorfos”.
Por otra parte, las mentiras por ocultamiento son mucho más fáciles de  disimular una vez descubiertas. El mentiroso no se expone tanto y tiene  muchas excusas a su alcance: su ignorancia del asunto, o su intención de  revelarlo más adelante, o la memoria que le está fallando, etc., etc.  El testigo que declara bajo juramento que lo que dice fue tal como lo  dice “hasta donde puede recordarlo”, deja abierta la puerta para escapar  por si más tarde tiene que enfrentarse con algo que ha ocultado. El  mentiroso que alega no recordar lo que de hecho recuerda pero retiene  deliberadamente, está a mitad de camino entre el ocultamiento y el  falseamiento. Esto suele suceder cuando ya no basta no decir nada:  alguien hace una pregunta, se lo reta a tablar. Su falseamiento consiste  en no recordar, con lo cual evita tener que recordar una historia  falsa; lo único que precisa recordar es su afirmación falsa de que la  memoria le falla. Y si más tarde sale a luz la verdad, siempre podrá  decir que él no mintió, que sólo fue un problema de memoria.
Un episodio del escándalo de Watergate que llevó a la renuncia del  presidente Richard Nixon ilustra esta estrategia de fallo de la memoria.  Al aumentar las pruebas sobre la implicación de los asistentes  presidenciales H.R. Haldeman y John Ehrlichman en la intromisión ilegal y  encubrimiento, éstos se vieron obligados a dimitir. Mientras aumentaba  la presión sobre Nixon, Alexander Haig ocupó el puesto de Haldeman. 
“Hacía menos de un mes que Haig estaba de vuelta en la Casa Blanca  —leemos en una crónica periodística— cuando, el 4 de junio de 1973, él y  Nixon discutieron de qué manera hacer frente a las serias acusaciones  de John W. Dean, ex consejero de la Casa Blanca. Según una cinta  magnetofónica de esa conversación, que se dio a conocer a la opinión  pública durante la investigación, Haig le recomendó a Nixon esquivar  toda pregunta sobre esos alegatos diciendo ‘que usted simplemente no  puede recordarlo’.
Un fallo de la memoria sólo resulta creíble en limitadas circunstancias.  Si al médico se le pregunta silos análisis dieron resultado negativo,  no puede contestar que no lo recuerda, ni tampoco el detective puede  decir que no recuerda si se coloca ron los micrófonos en la habitación  del sospechoso. Un olvido así sólo puede aducirse para cuestiones sin  importancia o para algo que sucedió tiempo atrás. Ni siquiera el paso  del tiempo es excusa suficiente para no recordar hechos extraordinarios  que supuestamente todo el mundo recordará siempre, sea cual fuere el  tiempo que transcurrió desde que sucedieron.
Pero cuando la víctima lo pone en situación de responder, el mentiroso  pierde esa posibilidad de elegir entre el ocultamiento y el  falseamiento. Si la esposa le pregunta al marido por qué no estaba en la  oficina durante el almuerzo, él tendrá que falsear los hechos si  pretende mantener su amorío en secreto. Podría decirse que aun una  pregunta tan común como la que se formula durante la cena, “¿Cómo te fue  hoy, querido?”, es un requerimiento de información, aunque es posible  sortearlo: el marido aludirá a otros asuntos que ocultan el uso que dio  de ese tiempo, a menos que una indagatoria directa lo fuerce a elegir  entre inventar o decir la verdad.
Hay mentiras que de entrada obligan al falseamiento, y para las cuales  el ocultamiento a secas no bastará. La paciente Mary no sólo debía  ocultar su angustia y sus planes de suicidarse, sino también simular  sentirse mejor y querer pasar el fin de semana con su familia. Si  alguien pretende obtener un empleo mintiendo sobre su experiencia  previa, con el ocultamiento solo no le alcanzará: deberá ocultar su  falta de experiencia, sí, pero además tendrá que fabricarse una historia  laboral. Para escapar de una fiesta aburrida sin ofender al anfitrión  no sólo es preciso ocultar la preferencia propia por ver la televisión  en casa, sino inventar una excusa aceptable —una entrevista de negocios a  primera hora de la mañana, problemas con la chica que se queda a cuidar  a los niños, o algo semejante—.
También se apela al falseamiento, por más que la mentira no lo requiera  en forma directa, cuando el mentiroso quiere encubrir las pruebas de lo  que oculta. Este uso del falseamiento para enmascarar lo ocultado es  particularmente necesario cuando lo que se deben ocultar son emociones.  Es fácil ocultar una emoción que ya no se siente, mucho más difícil  ocultar una emoción actual, en especial si es intensa. El terror es  menos ocultable que la preocupación, la furia menos que el disgusto.  Cuanto más fuerte sea una emoción, más probable es que se filtre alguna  señal pese a los denodados esfuerzos del mentiroso por ocultarla.  Simular una emoción distinta, una que no se siente en realidad, puede  ayudar a disimular la real. La invención de una emoción falsa puede  encubrir la autodelación de otra que se ha ocultado. (Volver  al Indice)
 
 
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